Vida saludable que da miedo a los niños

Todos tenemos, amigos, algún familiar con rarezas de esas que nos avergüenzan a los niños:

a) un abuelo que te coge de la mano y no te suelta al caminar hasta que cumples los 18 (-“que ya soy mayor abuelo y puedo andar suelto”-)

b) una abuela que te besa con grandes y sonoros ruidos que se oyen a 200 metros (-“abuela por favor, mejor en la otra acera, que aquí están mis amigos”-)

c) una tía que te pellizca las mejillas hasta obtener un tono rojizo saludable (imposible de evitar, porque te pilla siempre de improviso)

d) y, lo peor de todo, una madre BIO

Tener una madre así en casa significa recibir lecciones de ecología y composición de alimentos gratis –y sin pedirlas-. Las comidas en nuestra casa ya no son lo que eran, y oye, ¡que ésto es una casa con niños!. Los menús ahora tienen unos colores extraños (de color caca, para ser más explícito) y con unos nombres de bien podrían ser kaka en varios idiomas y sin enterarnos. Sí, sí, no es una risa ¿se comerían a gusto unos macarrones que en lugar de ser color beige son de color marrón oscuro? o ¿qué piensan cuando el arroz y el pan también han cambiado al color de la suciedad?
–“llevan la cáscara”, dice mi madre
–“pero si lo bueno es lo de dentro, como en las pipas! ¿para qué queremos cáscara?, le digo yo.

Los nuevos productos , han ido colonizando los armarios de la cocina, y día a día aparecen nuevos alimentos, que más que una conquista es una invasión. Que si la miel ecológica (color kaka, por supuesto), infusiones ecológicas, quinoa, trigo sarraceno, algas wakame, lecitina de soja … ¡pero si parecen medicamentos en lugar de alimentos!
- ¿Qué ha sido de la nocilla, mami?
- Se ha acabado. Pero he comprado ésta otra que es BIO que es más saludable y tiene cacao de verdad y ningún E de esos que dañan!
- Ya, pero no trae regalos
- Ya estamos! Esta infancia siempre pensando en los anuncios y esas tonterías. Ya verás que enseguida se te acostumbra el paladar y te encanta.

Adaptarse, esa es la palabra. Qué fácil! Pero cuando ya creía que la situación estaba controlada,  llegó a casa "eso", se metió en nuestro hogar y no hubo quién se adaptara a él. Se trata del Kéfir, un "alien" (al que mi madre llama hongo), con forma de arroz hinchado (pero del de verdad, blanco), aparentemente muerto (pero que no, sólo está dormido) y al que hay que alimentar con leche, tapar y esconder en el armario del puro susto que te da si te lo encuentras sobre el mármol, moviéndose y retándote a tirarlo por el wáter.
Lo más espeluznante, es cuando el hongo del kéfir “caga” al cabo de muuuuuuchas horas un líquido gelatinoso que, por supuesto, mi madre pretende que nos comamos. Puaj, puaj, puaj.
- A mí esto me da asco, mami
- Qué sabrás tú, con lo bueno que es para el aparato digestivo. Anda y tómatelo
- Pero es que a mi barriga no le gusta
- Pués tiene muchas enzimas. Venga que ya me has oído!

No hay escapatoria, ¡hasta mi padre tuvo que “adaptarse” al kéfir!. Pero un buen día las cosas cambiaron. A mi padre le hizo daño algo en su estómago, lleno de ecología y enzimas estupendas, y le echó la culpa al kéfir. Yo, aprovechando la oportunidad, también me quejé del estómago, lo cuál desencadenó una oleada de despropósitos hacia el susodicho alien que mi madre no pudo obviar. Así fue cómo le ganamos la batalla al hongo, que no a la ecología, de la que sólo me he librado durante las vacaciones.
Pero ¿saben una cosa, amigos? les confiesto que durante esos días, he echado de menos  la crema de cacao ecológica.